lunes, julio 27, 2009

Paradoja del tiempo que se escabulle. G. Agamben

Paradoja del tiempo que se escabulle

¿Qué es ser contemporáneo? Esta fue la pregunta que guió el curso de filosofía que Giorgio Agamben dictó en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Es también el título de este ensayo, hasta hoy inédito en castellano, que publicamos con la crítica del primer análisis total de su obra.

Por: Giorgio Agamben

CORTE DE RETINA. Según entiende la neurofisiología, las células periféricas de la retina "producen" la sombra, que no es, por lo tanto, un concepto sólo privativo.


La pregunta que desearía inscribir en el umbral de este seminario es: "¿De quiénes y de qué somos contemporáneos? Y, sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneos?" (...) De Nietzsche nos viene una indicación inicial, provisoria, para orientar nuestra búsqueda de una respuesta. (...) En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había trabajado hasta entonces en textos griegos y dos años antes había alcanzado una celebridad imprevista con El origen de la tragedia, publica las Consideraciones Intempestivas, con las cuales quiere ajustar cuentas con su tiempo, tomar posición respecto del presente. "Intempestiva esta consideración lo es", se lee al comienzo de la segunda Consideración "porque intenta entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo cual la época justamente se siente orgullosa, o sea, su cultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia y deberíamos, al menos, darnos cuenta". Nietzsche sitúa, por tanto, su pretensión de "actualidad", su "contemporaneidad" respecto del presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.
Esta no-coincidencia no significa, naturalmente, que sea contemporáneo quien vive en otra era, un nostálgico que se siente más cómodo en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del Marqués de Sade que en la ciudad y el tiempo que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero sabe que pertenece irrevocablemente a él, sabe que no puede huir de su tiempo.

La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a éste y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es "esa relación con el tiempo que adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo". Los que coinciden de una manera excesivamente absoluta con la época, que concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente por esa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.


# 2

En 1923, Osip Mandelstam escribe la poesía "El siglo" (la palabra rusa vek significa también "época"). Contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el "siglo" sino, según el primer verso, "mi siglo" (vek moi):

Mi siglo, mi bestia, ¿hay alguien que pueda

escudriñar en tus ojos

y soldar con su sangre

las vértebras de dos siglos?



# 3

El poeta, que debía pagar su contemporaneidad con la vida, es quien debe mantener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, soldar con su sangre la espalda quebrada del tiempo. El poeta –el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Me gustaría aquí proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces, sino sus sombras. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es quien sabe ver esa sombra, quien está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente. Mas ¿qué significa "ver una tiniebla", "percibir la sombra"?

Una primera respuesta nos es sugerida por la neurofisiología de la visión. ¿Qué sucede cuando nos encontramos en un ambiente sin luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la sombra que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas, precisamente, off-cells, que entran en actividad y producen esa especie particular de visión que llamamos sombra. La sombra no es, por ende, un concepto privativo, la simple ausencia de luz, algo como una no visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa (...) que percibir esa sombra no es una forma de inercia o pasividad sino que implica una actividad y habilidad particulares, que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir su tiniebla, su sombra especial, que no es, de todos modos, separable de esas luces.

Puede llamarse contemporáneo solamente al que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en éstas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, todavía no hemos respondido a nuestra pregunta. ¿Por qué debería interesarnos poder percibir las tinieblas que provienen de la época? ¿Acaso la sombra no es una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por lo tanto, incumbirnos? Al contrario, contemporáneo es aquel que percibe la sombra de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se refiere directa y singularmente a él. Quien recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.


# 4

En el firmamento que miramos de noche, las estrellas resplandecen rodeadas de una espesa tiniebla. Teniendo en cuenta que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la sombra que vemos en el cielo es algo que, según los científicos, requiere una explicación. Me gustaría hablar ahora de la explicación que la astrofísica contemporánea da para esa sombra. En el universo en expansión las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan grande que su luz no puede llegarnos. Lo que percibimos como la sombra del cielo es esa luz que viaja velocísima hacia nosotros y no obstante no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la velocidad de la luz. Percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso significa ser contemporáneos. De ahí que ser contemporáneos sea, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo de mantener la mirada fija en la sombra de la época, sino también percibir en esa sombra una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente de nosotros. Es decir: llegar puntuales a una cita a la que sólo es posible fallar.

Por eso el presente que la contemporaneidad percibe tiene las vértebras rotas. Nuestro tiempo, el presente, no es sólo lo más distante: no puede alcanzarnos de ninguna manera. Tiene la columna quebrada y nos hallamos exactamente en el punto de la fractura. Por eso somos, a pesar de todo, sus contemporáneos. La cita que está en cuestión en la contemporaneidad no tiene lugar simplemente en el tiempo cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo que urge en su interior y lo transforma. Esa urgencia es lo intempestivo, el anacronismo que nos permite aprehender nuestro tiempo en la forma de un "demasiado temprano" que es, también, un "demasiado tarde", de un "ya" que es también un "todavía no". Y reconocer en la tiniebla del presente la luz que, aunque sin poder alcanzarnos nunca, está permanentemente en viaje hacia nosotros.


# 5

Un buen ejemplo de esta especial experiencia del tiempo que llamamos la contemporaneidad es la moda. Lo que define la moda es que introduce en el tiempo una discontinuidad, que lo divide según su actualidad o falta de actualidad, su estar y su no estar más a la moda (a la moda y no simplemente de moda, que alude sólo a las cosas). Pese a ser sutil, esta cesura es clara: quienes deben percibirla la perciben infaliblemente y de esa forma certifican su estar a la moda; pero si tratamos de objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, se revela inasible. Sobre todo el "ahora" de la moda, el instante en que comienza a ser, no es identificable por ningún cronómetro. ¿Ese "ahora" es el momento en que el estilista concibe el rasgo, el matiz que definirá la nueva forma de la prenda? ¿O en que la confía al dibujante y luego a la sastrería que confecciona el prototipo? ¿O, más bien, el momento del desfile, donde la prenda es llevada por las únicas personas que están siempre y solamente a la moda, las mannequins
, que, no obstante, justamente por eso, nunca lo están realmente? Porque, en última instancia, el estar a la moda de la "forma" o la "manera" dependerá de que las personas en carne y hueso, distintas de las mannequins –víctimas sacrificiales de un dios sin rostro– la reconozcan como tal y la conviertan en su vestimenta.

El tiempo de la moda está, por ende, constitutivamente adelantado a sí mismo, y por eso también siempre retrasado, siempre tiene la forma de un umbral inasible entre un "todavía no" y un "ya no". Es probable que, como sugieren los teólogos, eso depende de que la moda, al menos en nuestra cultura, es una signatura teológica del vestido, que deriva de la circunstancia de que la primera prenda de vestir fue confeccionada por Adán y Eva después del pecado original, en la forma de un paño entrelazado con hojas de higuera. (Las prendas que nos ponemos derivan, no de ese paño vegetal, sino de las tunicae pelliceae, de los vestidos hechos con pieles de animales que Dios, según Gen. 3.21, hace vestir, como símbolo tangible del pecado y de la muerte, a nuestros progenitores en el momento en que los expulsa del paraíso.) En todo caso, más allá de cuál sea la razón, el "ahora", el kairos
de la moda es inasible: la frase "estoy en este instante a la moda" es contradictoria, porque en el segundo que el sujeto la pronuncia, ya está fuera de moda.

Por eso, el estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta cierta "soltura", cierto desfase, en que su actualidad incluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un dejo de demodé. De una señora elegante se decía en París en el siglo XIX, en ese sentido: "Elle est contemporaine de tout le monde". Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la emparienta con la contemporaneidad. En el gesto mismo en que su presente divide el tiempo según un "ya no" y un "todavía no", ella crea con esos "otros tiempos" –ciertamente, con el pasado y, quizá, también con el futuro– una relación particular. Puede, vale decir, "citar" y, de esa manera, reactualizar cualquier momento del pasado (los años 20, los años 70, pero también la moda imperio o neoclásica). Puede, por ende, poner en relación lo que dividió inexorablemente, volver a llamar, re-evocar y revitalizar lo que había declarado muerto.


# 6

Esta relación especial con el pasado tiene otro aspecto. La contemporaneidad se inscribe en el presente señalándolo sobre todo como arcaico y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las signaturas de lo arcaico puede ser su contemporáneo. Arcaico significa: próximo al arché, o sea, al origen. Pero el origen no está situado sólo en un pasado cronológico: es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de funcionar en éste, como el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el bebé en la vida psíquica del adulto. La distancia y a la vez la cercanía que definen a la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. (...)

Los historiadores de la literatura y el arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no tanto en razón de que las formas más arcaicas parecen ejercer en el presente una fascinación particular, sino porque la clave de lo moderno está oculta en lo inmemorial y lo prehistórico. Así, el mundo antiguo en su final se vuelve, para reencontrarse, hacia los orígenes: la vanguardia, que se extravió en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. En ese sentido, justamente, se puede decir que la vía de acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no vivido, es incesantemente reabsorbido hacia el origen, sin poder nunca alcanzarlo. Porque el presente no es otra cosa que la parte de no-vivido en cada vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su cercanía excesiva) no logramos vivir en él. (...)

# 7

Quienes han tratado de pensar la contemporaneidad pudieron hacerlo sólo a costa de escindirla en más tiempos, en introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede decir: "mi tiempo", divide el tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad; y, sin embargo, justamente a través de esa cesura, esa interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo instala una relación especial entre los tiempos. Si bien, como hemos visto, el contemporáneo es quien quebró las vértebras de su tiempo (o percibió la falla o el punto de ruptura), él hace de esa fractura el lugar de cita y de encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en ese sentido, que el gesto de Pablo de Tarso, en el punto que experimenta y anuncia a sus hermanos esa contemporaneidad por excelencia que es el tiempo mesiánico, el ser contemporáneos del mesías, que él llama el "tiempo de ahora" (ho nyn kairos). No sólo ese tiempo es cronológicamente indeterminado (...) sino que tiene la capacidad singular de relacionar consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (typos, figura, es el término preferido de Pablo) del presente (así Adán, a través de quien la humanidad recibió la muerte y el pecado, es "tipo" o figura del mesías, que trae a los hombres la redención y la vida).

Esto significa que el contemporáneo no es sólo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende su luz invendible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, leer en él de manera inédita la historia, "citarla" según una necesidad que no proviene en absoluto de su arbitrio, sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder. Es como si esa luz invisible que es la oscuridad del presente, proyectase su sombra sobre el pasado y éste, tocado por su haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora. Algo similar debía de tener en mente Michel Foucault cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son sólo la sombra proyectada por su interrogación teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el signo histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que éstas alcanzarán la legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. De nuestra capacidad de prestar oídos a esa exigencia y a esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del "ahora", sino también de sus figuras en los textos y los documentos del pasado, dependerán el éxito o el fracaso de nuestro seminario.

(c) GIORGIO AGAMBEN Y CLARIN.

Traduccion de Cristina Sardoy.

¿Que es ser contemporáneo? se pregunta Georgio Agamben e intenta aproximarse a una respuesta. La contemporaneidad sería una relación singular con el propio tiempo. El contemporáneo tiene la mirada fija en su tiempo pero a través de un desfase y anacronismo, lo que le permite percibir no sus luces sino sus sombras, y así es quien “escribe humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente”.

“De nuestra capacidad de prestar oídos a esa exigencia y a esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del "ahora", sino también de sus figuras en los textos y los documentos del pasado, dependerán el éxito o el fracaso de nuestro seminario”, concluye.

Nietzsche sitúa, por tanto, su pretensión de "actualidad", su "contemporaneidad" respecto del presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.

La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a éste y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es "esa relación con el tiempo que adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo".

El poeta –el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Me gustaría aquí proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces, sino sus sombras. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es quien sabe ver esa sombra, quien está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente

neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir su tiniebla, su sombra especial, que no es, de todos modos, separable de esas luces.

Puede llamarse contemporáneo solamente al que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en éstas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, todavía no hemos respondido a nuestra pregunta. ¿Por qué debería interesarnos poder percibir las tinieblas que provienen de la época? ¿Acaso la sombra no es una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por lo tanto, incumbirnos? Al contrario, contemporáneo es aquel que percibe la sombra de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se refiere directa y singularmente a él. Quien recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.

Percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso significa ser contemporáneos. De ahí que ser contemporáneos sea, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo de mantener la mirada fija en la sombra de la época, sino también percibir en esa sombra una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente de nosotros. Es decir: llegar puntuales a una cita a la que sólo es posible fallar.

poner en relación lo que dividió inexorablemente, volver a llamar, re-evocar y revitalizar lo que había declarado muerto.


# 6

Esta relación especial con el pasado tiene otro aspecto. La contemporaneidad se inscribe en el presente señalándolo sobre todo como arcaico y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las signaturas de lo arcaico puede ser su contemporáneo

la vía de acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no vivido, es incesantemente reabsorbido hacia el origen, sin poder nunca alcanzarlo. Porque el presente no es otra cosa que la parte de no-vivido en cada vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su cercanía excesiva) no logramos vivir en él. (...)

el contemporáneo es quien quebró las vértebras de su tiempo (o percibió la falla o el punto de ruptura), él hace de esa fractura el lugar de cita y de encuentro entre los tiempos y las generaciones

el contemporáneo no es sólo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende su luz invendible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, leer en él de manera inédita la historia, "citarla"

Algo similar debía de tener en mente Michel Foucault cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son sólo la sombra proyectada por su interrogación teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el signo histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que éstas alcanzarán la legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. De nuestra capacidad de prestar oídos a esa exigencia y a esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del "ahora", sino también de sus figuras en los textos y los documentos del pasado, dependerán el éxito o el fracaso de nuestro seminario.


QUÉ ES UN DISPOSITIVO - Giorigio Agamben

Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo por el que tengo la mayor estima, la terminología es el momento poético del pensamiento. Pero esto no significa que los filósofos necesariamente deban definir siempre sus términos técnicos. Platón nunca definió el más importante de sus términos: idea. Otros, en cambio, como Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geométrico sus términos técnicos. Y no sólo los sustantivos, sino cualquier parte del discurso, para un filósofo, puede adquirir dignidad terminológica. Se ha señalado que, en Kant, el adverbio gleichwohl es usado como un terminus technicus. Así, en Heidegger, el guión en expresiones como in-der-Welt-sein tiene un evidente carácter terminológico. Y en el último escrito de Gilles Deleuze, La inmanencia: una vida…, tanto los dos puntos como los puntos suspensivos son términos técnicos, esenciales para la comprensión del texto.

La hipótesis que quiero proponerles es que la palabra “dispositivo”, que da el título a mi conferencia, es un término técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo usa a menudo, sobre todo a partir de la mitad de los años setenta, cuando empieza a ocuparse de lo que llamó la “gubernamentalidad” o el “gobierno” de los hombres. Aunque, propiamente, nunca dé una definición, se acerca a algo así como una definición en una entrevista de 1977 (Dits et ecrits, 3, 299):

“Lo que trato de indicar con este nombre es, en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece entre estos elementos.”

“…por dispositivo, entiendo una especie -digamos- de formación que tuvo por función mayor responder a una emergencia en un determinado momento. El dispositivo tiene pues una función estratégica dominante…. El dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder”

“Lo que llamo dispositivo es mucho un caso mucho más general que la episteme. O, más bien, la episteme es un dispositivo especialmente discursivo, a diferencia del dispositivo que es discursivo y no discursivo”.

Resumamos brevemente los tres puntos:

1) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, lo lingüístico y lo no-lingüístico, al mismo título: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos.
2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de poder.
3) Es algo general, un reseau, una “red”, porque incluye en sí la episteme, que es, para Foucault, aquello que en determinada sociedad permite distinguir lo que es aceptado como un enunciado científico de lo que no es científico.

Quisiera tratar de trazar, ahora, una genealogía sumaria de este término, primero dentro de la obra de Foucault y luego en un contexto histórico más amplio.
A finales de los años sesenta, más o menos en el momento en que escribe La arqueología del saber, y para definir el objeto de sus investigaciones, Foucault no usa el término dispositivo sino aquel, etimológicamente parecido, “positivité”, positividad. De nuevo sin definirlo.
Muchas veces me pregunté dónde hubiese encontrado Foucault este término, hasta el momento en que, no hace muchos meses, releí el ensayo de Jean Hyppolite, Introduction à la philosophie de Hegel. Ustedes probablemente conocen la estrecha relación que unía a Foucault con Hyppolite, a quien a veces define como “mi maestro” (Hyppolite fue efectivamente su profesor, primero, durante el Khâgne en el bachillerato Henri IV y, luego, en la École normal.
El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite se titula: “Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin”. Aquí, concentra su análisis en dos obras hegelianas del llamado período de Berna y Francfort, 1795-96: la primera es El espíritu del cristianismo y su destino y, la segunda – de donde proviene el términos que nos interesa –, La positividad de la religión cristiana (Die Positivität der chrisliche Religion). Según Hyppolite, “destino” y “positividad” son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En particular, el término “positividad” tiene en Hegel su lugar propio en la oposición entre “religión natural” y “religión positiva”. Mientras la religión natural concierne a la relación inmediata y general de la razón humana con lo divino, la religión positiva o histórica comprende el conjunto de las creencias, de las reglas y de los rituales que en cierta sociedad y en determinado momento histórico les son impuestos a los individuos desde el exterior. “Una religión positiva”, escribe Hegel en un paso que Hyppolite cita, “implica sentimientos, que son impresos en las almas mediante coerción, y comportamientos, que son el resultado de una relación de mando y obediencia y que son cumplidos sin un interés directo” (J.H., Introd. Seuil, Paris 1983, p.43).
Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica entre libertad y coerción, y entre razón e historia.
En un pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad de Foucault y que contiene algo más que un presagio de la noción de dispositivo, Hyppolite escribe: “Se ve aquí el nudo problemático implícito en el concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel para unir dialécticamente – una dialéctica que todavía no ha tomado conciencia de sí misma – la razón pura (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad, es decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo para la libertad humana, y como tal es condenada. Investigar los elementos positivos de una religión y, ya se podría añadir, de un estado social significa descubrir lo que en ellos es impuesto a los hombres mediante coerción, lo que opaca la pureza de la razón. Pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del pensamiento hegeliano acaba prevaleciendo, la positividad tiene que ser conciliada con la razón, que pierde entonces su carácter abstracto y se adecua a la riqueza concreta de la vida. Se comprende, entonces, cómo el concepto de positividad está en el centro de las perspectivas hegelianas” (46).

Si “positividad” es el nombre que, según Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga de reglas, rituales e instituciones impuestas a los individuos por un poder externo, pero que es, por así decir, interiorizado en los sistemas de creencias y sentimientos; entonces, tomando en préstamo este término, que se convertirá más tarde en “dispositivo”, Foucault toma partido respecto de un problema decisivo y que es también su problema más propio: la relación entre los individuos como seres vivientes y el elemento histórico. Entendiendo con este término el conjunto de las instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas en que se concretan las relaciones de poder. El objetivo último de Foucault, sin embargo, no es, como en Hegel, el de reconciliar los dos elementos. Y tampoco el de enfatizar el conflicto entre ellos. Se trata, para él, más bien, de investigar los modos concretos en que las positividades o los dispositivos actúan en las relaciones, en los mecanismos y en los “juegos” del poder.

Debería quedar claro, entonces, en qué sentido al inicio de esta conferencia propuse como hipótesis que el término “dispositivo” es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un término particular, que se refiera solamente a tal o a cual tecnología de poder. Es un término general, que tiene la misma amplitud que, según Hyppolite, el término “positividad” tiene para el joven Hegel y, en la estrategia de Foucault, viene a ocupar el lugar de aquellos que define, críticamente, como “los universales”, les universaux. Foucault, como saben, siempre rechazó ocuparse de esas categorías generales o entes de razón que llama “los universales”, como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no hay, en su pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los dispositivos son, precisamente, lo que en la estrategia foucaultiana ocupa el lugar de los Universales: no simplemente tal o cual medida de policía, tal o cual tecnología de poder y tampoco una mayoría conseguida por abstracción; sino, más bien, como dijo en la entrevista del 1977, “la red, el reseau, que se establece entre estos elementos.”

Tratemos de examinar, ahora, la definición del término “dispositivo” que se encuentra en los diccionarios franceses de empleo común. Éstos distinguen tres sentidos del término:

1) un sentido jurídico en sentido estricto: “el dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión por oposición a los motivos”. Es decir: la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.
2) un sentido tecnológico: “la manera en que se disponen las piezas de una máquina o de un mecanismo y, por extensión, el mecanismo mismo”.
3) un sentido militar: “el conjunto de los medios dispuestos conformemente a un plan”

Todos estos sentidos, los tres, están presentes de algún modo en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en particular los que no tienen un carácter histórico-etimológico, funcionan dividiendo y separando los varios sentidos de un término. Esta fragmentación, sin embargo, generalmente corresponde al desarrollo y a la articulación histórica de un único sentido original, que es importante no perder de vista. En el caso del término “dispositivo”, ¿cuál es este sentido? Ciertamente, el término, tanto en el empleo común como en el foucaultiano, parece referir a la disposición de una serie de prácticas y de mecanismos (conjuntamente lingüísticos y no lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) con el objetivo de hacer frente a una urgencia y de conseguir un efecto. Pero, ¿en cuál estrategia de praxis o pensamiento, en qué contexto histórico se originó el término moderno?

En los últimos tres años, me introduje cada vez en una investigación de la que sólo ahora comienzo a entrever el final y que se puede definir, con cierta aproximación, como una genealogía teológica de la economía. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia – digamos entre los siglos segundo y sexto - el término griego oikonomía desempeñó una función decisiva en la teología. Ustedes saben que oikonomía significa, en griego, la administración del oikós, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Se trata, como dice Aristóteles, no de un paradigma epistémico, sino de una regla, de una actividad práctica, que tiene que enfrentar, cada vez, un problema y una situación particular. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir este término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una economía divina?
Se trató, precisamente, de un problema extremadamente delicado y vital, quizás, si me permiten el juego de palabras, de la cuestión crucial de la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el curso del segundo siglo, se empezó a discutir de una Trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo, como se podía esperar, una fuerte resistencia dentro de la iglesia por parte de personas razonables que pensaron con espanto que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe cristiana. Para convencer a estos obstinados adversarios (que fueron finalmente definidos como “monarquianos”, es decir, partidarios de la unidad), teólogos como Tertulliano, Hipólito, Irineo y muchos otros no encontraron nada mejor que servirse del término oikonomía. Su argumento fue más o menos el siguiente: “Dios, en cuanto a su ser y a su substancia, es, ciertamente, uno; pero en cuánto a su oikonomía, es decir, en cuanto al modo en que administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio, triple. Como un buen padre puede confiarle al hijo el desarrollo de ciertas funciones y determinadas tareas, sin perder por ello su poder y su unidad, así Dios le confía a Cristo la “economía”, la administración y el gobierno de la historia de los hombres. El término oikonomía se fue así especializado para significar, en particular, la encarnación del Hijo, la economía de la redención y la salvación (por ello, en algunas sectas gnósticas, Cristo terminó llamándose “el hombre de la economía”, ho ánthropos tês oikonomías. Los teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre un “discurso - o lógos - de la teología” y un “lógos” de la economía, y la oikonomía se convirtió así en el dispositivo mediante el cual fue introducido el dogma trinitario en la fe cristiana.
Pero, como a menudo ocurre, la fractura, que, de este modo, los teólogos trataron de evitar y de remover de Dios en el plano del ser, reapareció con la forma de un cesura que separa, en Dios, ser y acción, ontología y praxis. La acción, la economía, pero también la política no tiene ningún fundamento en el ser. Ésta es la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental.

A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado cuenta de la centralidad y de la importancia de la función que desempeñó la noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la traducción de este fundamental término griego en los escritos de los padres latinos? Dispositio.
El término latino dispositio, del que deriva nuestro término “dispositivo”, viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera semántica de la oikonomía teológica. Los “dispositivos” de los que habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta herencia teológica. Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo tiempo, articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el modo en que él administra y gobierna el mundo de las criaturas.
A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una importancia todavía más decisiva, en un contexto en el que ellos no sólo se cruzan con la “positividad” del joven Hegel, sino también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latino ponere). Común a todos este término es la referencia a una oikonomía, es decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es administrar, gobernar, controlar y orientar, en un sentido que se supone útil, los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres.

Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es localizar, en los textos y en los contextos en que trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir, el punto en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos en este sentido el texto de un autor, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecibilidad en el que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque, para el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el momento para abandonar el texto que está analizando y para proceder por cuenta propia.
Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto.
Les propongo nada menos que una repartición general y maciza de lo que existe en dos grandes grupos o clases: de una parte los seres vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos están continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y de la otra la oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el bien.
Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que millares y millares de años un primate – probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían – tuvo la inconciencia de dejarse capturar.

Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el navegador en Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo, vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.

No sería probablemente errado definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens hubo dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo instante en la vida de los individuos que no esté modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué manera podemos enfrentar, entonces, esta situación? ¿Qué estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano con los dispositivos? No se trata sencillamente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de usarlos en el modo justo.
Por ejemplo, viviendo en Italia, es decir en un país en el que los gestos y los comportamientos de los individuos han sido remodelados de cabo a rabo por los teléfonos celulares (llamados familiarmente “telefonino”, telefonito), yo he desarrollado un odio implacable por este aparato que ha hecho aún más abstractas las relaciones entre las personas. No obstante me haya sorprendido a mí mismo, muchas veces, pensando cómo destruir o desactivar los “telefonitos” y cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a los que hacen uso de ellos; no creo que ésta sea la solución apropiada para el problema.
El hecho es que, con toda evidencia, los dispositivos no son un accidente en el que los hombres hayan caído por casualidad, sino que tienen su raíz en el mismo proceso de “hominización” que ha hecho “humanos” a los animales que clasificamos con la etiqueta de homo sapiens. El acontecimiento que produjo lo humano constituye, en efecto, para el viviente, algo así como una escisión que lo separa de él mismo y de la relación inmediata con su entorno, es decir, con lo que Uexkühl y, después de de él, Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo esta relación, se ocasionan para el viviente el tedio – es decir, la capacidad de suspender la relación inmediata con los desinhibidores – y lo Abierto, esto es, la posibilidad de conocer el ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero, con estas posibilidades, también es dada la posibilidad de los dispositivos que pueblan lo Abierto con instrumentos, objetos, gadgets, baratijas y tecnologías de todo tipo. Mediante los dispositivos, el hombre trata de hacer girar en el vacío los comportamientos animales que se han separado de él y de gozar así de lo Abierto como tal, del ente en cuanto ente. A la raíz de cada dispositivo está, entonces, un deseo de felicidad. Y la captura y la subjetivación de este deseo en una esfera separada constituye la potencia específica del dispositivo.

Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede ser simple. Ya que se trata de nada menos que de liberar lo que ha sido capturado y separado por los dispositivos para devolverlo a un posible uso común. En esta perspectiva, quisiera hablarles ahora de un concepto sobre el que me tocó trabajar recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del derecho y la religión romana (derecho y religión están estrechamente conectados, no sólo en Roma): profanación.

Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”.
Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituir al libre uso de los hombres. “Profano –escribe el gran jurista Trebacio– se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su destinación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, y quedaba así liberado de todos los nombres de este género” (D. 11, 7, 2).
Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar” parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro.

Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que pertenece al ámbito de lo profano al ámbito de lo sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la cesura que divide las dos esferas, el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro. Lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples de profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras, exta: el hígado, el corazón, la vesícula biliar, los pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas se conviertan en profanas y puedan ser simplemente comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.

El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y la esfera del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que conocemos deriva de antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de ajedrez eran instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Emile Benveniste ha mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su inversión. La potencia del acto sagrado –escribe Benveniste– reside en la conjunción del mito que cuenta la historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el mito. “Si lo sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el rito, podremos decir que se tiene juego cuando solamente una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo solamente el mito en palabras y el rito en acciones”.
Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin simplemente abolirla. El uso al cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La “profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan con cualquier trasto viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a considerar como serias. Un automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos con los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida ya como falsa y opresiva, a la negligencia como verdadera religio. Y esto no significa descuido (no hay atención que se compare con la del niño mientras juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter Benjamin, cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado sino solamente estudiado, es la puerta de la justicia. Así como la religio, no ya observada, sino jugada, abre la puerta del uso, las potencias de la economía, del derecho y de la política, desactivadas en el juego, se convierten en la puerta de una nueva felicidad.

El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin. Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del Cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres características: 1) Es una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea. 2) Este culto es permanente, es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”. Los días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el culto, sino que lo integran. 3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante… Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla universal… y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa… Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre”.
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no mira a la transformación del mundo, sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera, con la religión de la desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, esto es, el primer hombre que comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación pecaminosa… es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el capitalismo “con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa… se transforma inmediatamente en socialismo”.

Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir, entonces, que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo, generaliza y absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme, incesante proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una profanación absoluta y sin residuos coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido –incluso el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje– son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como ha sido sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible (o, al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente Improfanable.

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